jueves, 20 de febrero de 2014

Esperanza

Curioso nombre el que le pusieron: Esperanza. Fue idea de la madre. Era la primera hija que tenía con 16 años. Luego vendrían  otros seis, todos con más pena que gloria. Esperanza había crecido  viendo engrendrar hijos a su madre. Dando a luz y amamantando uno tras otro hasta que se tenían en pie. Todo entre pelea y pelea de hombres que se sucedían. Algunos, borrachos, otros, vagos vividores. Con todos había compartido algunos momentos de caricias, de amor de palabras dulces. Esperanza había aprendido a querer a su madre con total entrega y sumisión . Se había convertido en el hombre fiel que le hubiera gustado tener a la madre. La había ayudado en sus heridas tras la palizas, le había comprado vino para olvidar el desamor y había cuidado de sus otros hijos. 
Para Esperanza su madre era la gran heroína  que iba por el mundo saltando piedras, cada vez más grandes, cada salto con un ritmo más tenebroso. Era el brazo al que agarrarse en cada tropiezo. Era el gigante que siempre protegía. Era la fuente de todas las respuestas.  Por todo eso a la chica se le rompió el corazón cuando a los 13 años la ingresaron en un centro de menores. Nadie entiende mejor que ella la crueldad de ser menor en una mente ya madura. El deseo se convierte en frustración, el ansia en rencor. Las tripas empiezan a engrendrar bilis de violencia. Esperanza sentía unas manos fuertes que crecían desde su estómago hacia el exterior. Unas manos que ahogarían a la primera oportunidad, que matarían, que robarían, que destrozarían, que insultarían. Esas manos se iban adueñando de su cuerpo en medio de esa inseguridad de niña-mujer.   Unos sentimientos que empezaba a guardar como un hatillo fruto de esa separación frustrante, violentada, obligada. Esperanza creía que su madre no podría vivir sin ella con los seis hermanos pequeños. La habían metido a la fuerza en el colegio de las concepcionistas. Una monja vestida de negro la había cogido de la mano para llevarla a una habitación. Ella se había resistido al ver a la madre gritar fuera. Había insultado a la monja, le había mordido la mano y ésta le había respondido con una torta. Las manos del interior empezaban a crecer , hinchadas por el odio, buscaban fuerzas para aprisionar a esa monja hasta el fondo de las baldosas. Pero su cuerpo era todavía frágil, pequeño, delgado. Su garganda se quedaba seca de gritar. En un suspiro se cayó en la cama empapando de lágrimas la colcha. Las manos hinchadas le salían por los poros esperando para la pelea, para asesinar, para parar el mundo, para parar la vida. Esperanza era demasiado fuerte para que un entorno la aprisionara, la separara de su madre, la obligara a hacer algo fuera su voluntad. Que un juez decidiera que tenía que vivir lejos de su madre.  Un juez que pasaba los veranos en la piscina. Un juez que aprendió a encauzar sus sentimientos, a no sentir miedo, a no estar solo, a ser sociable, a mostrarse seguro, inteligente y a la vez sentimental.  Esperanza había aprendido unicamente a defenderse, a saber sortear patadas y a no quedarse callada nunca. De lo que estaba segura en la vida es de que quería estar con su madre y sus seis hermanos buscándose la vida por las calles de Lugo, sentándose en la plaza de abastos y esperar a que cerraran los puestos para pedir las sobras, o durmiento en el entresuelo de la calle Conde que le habían dejado a su madre para vivir con sus hijos. Esperanza sabía que mataría por ser dueña de esa vida, por una caricia de la madre o por una sonrisa. Por eso lo había pensado todo a la perfección. En la habitación había una ventana estrecha por la que cabría si adelgazaba unos kilos. Había dejado de comer los días anteriores. Llevaba al comedor cuatro jaboneras que había robado a sus compañereas de cuarto y allí metía trozos de filete y de pescado para que se pensaran que había comido la mitad del menu. Al tercer día el estómago dejó ya de sentir y en su cabeza cabia solo la imagen de esa pequeña ventana hacía el exterior. Salió de noche. Era noviembre. El viendo arañaba la cara con su rumor helado. Esperanza consiguió escurrir su ya escuálido cuerpo por la ventana. Dejándose deslizar por la piedra desigual estaría en un minuto en la calle. Cuando sus pies tocaron el suelo las manos agazapadas en su estómago se disiparon, empezaron a menguar, a hacerse invisibles. Empezó a correr hacia ese mundo que parecía esperarla, hacia la libertad. Y deseó que se parase el tiempo, deseó envejer corriendo, con el aire helador pegándole en la frente pero con el estómago limpio y con el cuerpo completamente libre. 

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